En 1990, en lugar de comenzar a reparar un sistema educativo postrado por la crisis, se optó por evaluarlo. En consecuencia, durante los pasados 20 años y en nombre de la calidad se han aplicado más de 100 millones de exámenes estandarizados; más de un millón de maestros y académicos de todos los niveles son evaluados periódicamente; al mismo tiempo, que para hacerlas de calidad, decenas de miles de escuelas, cientos de universidades, y miles de programas de estudio son también objeto de escrutinio.
Desde una lógica empresarial, se suponía que la competencia y la posibilidad de una recompensa económica –es decir, el mercado–, transformaría la educación mexicana. Sin embargo, hoy, dos décadas más tarde, nadie (ni PISA, ni Enlace, ni Ceneval, ni el INEE, ni las propias autoridades educativas, ni los analistas, estudiantes, maestros, padres de familia y comunidades) puede afirmar que en estos años la educación mexicana ha entrado en una etapa de vigoroso dinamismo, creatividad y mejoría.
Parte este enorme fracaso se debe al uso intensivo de la evaluación externa, vertical y de mercado. Excluir como actores de la evaluación a los actores principales del proceso educativo (estudiantes, maestros, colectivos escolares) y someterlos a un régimen estricto de control de calidad y de individualización no es precisamente algo que promueva el compromiso colectivo, la autogestión, la relación con padres de familia y con la comunidad, elementos indispensables todos para la formación de personas y ciudadanos.
Con este antecedente, llama la atención que ahora se insista en profundizar esa vía mediante una evaluación universal que sería aprobada como parte de la Ley General de Educación y comenzaría su aplicación el próximo junio.
Sin hacer un balance de los pasados 20 años, se intenta comprometer a la próxima administración por un camino que claramente se ha convertido en un callejón sin salida.
Con la evaluación universal se aplicaría a los maestros un coctel de cuatro pruebas distintas, que al combinarse crearían un ambiente asfixiante en las escuelas. El maestro sería evaluado –y hasta despedido– a partir de 1) los resultados que obtenga en los cursos de formación que unilateralmente determine la Secretaría de Educación Pública (SEP); 2) los puntajes que logren sus estudiantes en la prueba Enlace, a pesar de que se reconoce que estos reflejan más la profunda diferenciación social y educativa del país que la actuación de un maestro en lo individual. Sería como hacer responsables de la acentuada mortandad infantil a los médicos que trabajan en zonas marginadas. 3) Los resultados que obtenga el docente en una prueba estandarizada, a pesar de que es un instrumento probadamente incapaz de medir el talento profesional. Por ejemplo, se pregunta, ¿Qué niveles educativos integran el sistema educativo nacional? A) Básica, media superior, superior y posgrado; B) Inicial, preescolar, primaria, secundaria, media superior y superior; C) Inicial, básica, media superior y superior; D) Básica, para el trabajo, media superior y superior. ¿Atinar a la respuesta correcta de preguntas cantinflescas como ésta realmente identifica a un buen maestro? Finalmente se contabilizaría también 4) el grado en que cada uno del millón de maestros del país, se ajusta a los estándares (una veintena de actitudes o comportamientos obligatorios), por medio de un mecanismo de vigilancia periódica de su actuación frente a grupo. Es decir, robotizar la enseñanza, con maestros de 20 comportamientos programados.
Así, la inocente rendición de cuentas se transformó en una estructura de sujeción del maestro, cada vez más extrema y contraproducente. Los maestros, evidentemente, se oponen y están diciendo que es el momento de replantear la evaluación nacional, a partir de la otra evaluación, la que surge desde el aula y la escuela misma, de los estudiantes y maestros, de los padres de familia y de las comunidades. La SEP puede apoyarse en este proceso o combatirlo.
A John Hazard, excelente maestro, despedido político de la UACM.
* Profesor-investigador, UAM-X
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