La
mejor de las pandemias
La pandemia que aqueja al mundo
–sobredimensionada o no, exagerada o no en cuanto a las medidas adoptadas por
los gobiernos, lo cual es un debate que
aquí no pretendo dar- nos genera la indudable sensación de enfrentarnos a una
situación límite, que se nos presenta bajo un carácter de fatalidad universal.
Bajo esa percepción extendida
globalmente y en el marco de situaciones de aislamiento social, de cuarentenas
decretadas en muchos países del mundo, nuestra cotidianidad se ve notoriamente
afectada. Nuestros hábitos se ven
trastocados y el individuo deja de estar arropado por la mansa certidumbre que
la amplia mayoría tiene respecto de sus días. En este contexto, que va camino a
extenderse en su efectiva duración, comienzan -antes o después, en
profundidades complejas o en superficies igualmente no habituales- a darse
momentos de pensarnos un poco más, de replantearnos aspectos de nuestra
existencia y de las personas que nos rodean, de reflexionar sobre el rumbo de
nuestra sociedad (e incluso sobre el definitivo cambio de rumbo de nuestra
civilización tal cual la conocemos, sumaría alguno con espíritu más extremo).
Ese pensarnos, ese evaluar el contexto,
no necesariamente decanta en actitudes aplaudibles. Así, suelen emerger
actitudes valerosas, solidarias, empáticas, afectas al bien común, tanto como
actitudes mezquinas, egoístas, contándose con adeptos a sacar tajadas para su
provecho, sin importarle en absoluto el otro (o los “otros” que no sean los
“suyos”).
Las situaciones límites nos ponen, pues,
a prueba, tanto en lo individual como en lo colectivo. Y, en ese sentido, no
dejan de representar una oportunidad (y no un mero acto de oportunismo, si entendemos
el asunto como es debido). Una oportunidad de trascendentalidad, diría Jaspers.
La posibilidad de quedarnos “en la chiquita” o de mirar más allá de nuestro
ombligo, diría yo, en un lenguaje menos académico.
Los momentos de sacudones importantes,
esos que nos ponen en peligro, nos invitan a repensar nuestros comportamientos,
a discernir sobre lo correcto o no de nuestro accionar, a reflexionar sobre lo
que le conviene o no a nuestra comunidad y en qué medida podemos o no aportar
en la tarea. O sea, es momento de la ética, de la irrupción en la escena
pública -y desde la esfera más interior y privada del individuo- de nuestra
responsabilidad en los dos planos ya mencionados: el individual y el colectivo.
Por ejemplo, en este marco sanitario,
cuidarnos es también cuidar a los otros. Dejar caer económicamente a los que
más sufren esta crisis es un modo de, a corto o a mediano plazo, arruinar la
economía de todos (incluyendo todos los otros costes sociales que esto implica,
desde lo educativo, lo cultural, hasta en términos de la seguridad pública,
como bien remarcarían algunos). Cuidar la economía de los otros, entonces, es
un modo de cuidar la nuestra. El capitalismo globalizado, bien comprendido en
su dinámica, sobre todo en nuestros países tercermundistas, tiene una lógica inamovible
en ese sentido: el coletazo a la larga golpea a todos. A algunos más que a
otros (y de modo dramático en muchos casos, por supuesto), pero nadie queda a
salvo. E insisto con aclararlo, sobre todo por aquellos que puedan creer que
quedarán inmunes en términos económicos (y que no suelen pensar más allá de su bolsillo).
Hablando de posibles pequeñeces en
momentos que se requieren de grandezas, no dejan de asombrarme los modos con
que venimos tramitando ciertos reclamos políticos. Es momento de elevar la
mirada y no de generar divisiones y fomentar odios a partir de oportunismos
corporativistas. Así, del caceroleo versus el himno (luego de la convocatoria
de la central obrera) pasamos a públicos versus privados (luego de la decisión
del gobierno de recortar salarios públicos altos). Y vale aclarar que no estoy
emitiendo juicios de valor sobre las decisiones tomadas, sino señalando el
efecto en los modos de razonar. Las falsas oposiciones nos acechan, nos
recordaría Vaz Ferreira. Y vivenciar la política como si fuésemos hinchas de
fútbol, como si fuésemos barras bravas alentando a su equipo, nos sale carísimo
a todos en términos de nuestra calidad democrática. Y resulta particularmente
caro en estos momentos.
Recurrir a la polarización de la
sociedad es el peor de los caminos a tomar. Esto no implica, por supuesto,
renunciar a la crítica (el señalar con argumentos atendibles lo que no es
correcto, lo que no es justo, lo que nos genera dudas o motiva perspicacias, o indicar
con agudeza lo que podría mejorarse, por ejemplo). Por el contrario, más que
nunca necesitamos del ejercicio de la capacidad crítica. Pero de una crítica
sustentada en la razón razonable, no en el discurso de trinchera y de incendio
de la pradera. Si algo no necesitamos en estos momentos es el crearnos, el
fomentar, una guerra de unos contra otros.
El buen discernir parece indicarnos que
es el momento de utilizar la diferencia y la discrepancia en favor de mover el
carro entre todos. Y hacerlo del mejor modo posible, aunque algunas cosas que
en particular nos interesaban inevitablemente se nos caigan en el camino con
tanto movimiento. Ya habrá tiempo de desandar el camino para ir a recogerlas.
Ahora es tiempo de sacar el carro del fango y ponerlo a andar nuevamente. La
diferencia puede y debe ser concebida en esta situación límite como un motor de
la unión. Del mismo modo que alentamos a la selección de fútbol uniendo hinchas
de todos los equipos bajo una misma bandera, del mismo modo que gritamos con
todo un gol y nos abrazamos espontáneamente al desconocido de al lado en el estadio
o en la calle sin preguntarle a qué equipo pertenece, así debemos proceder en
estos momentos. Hoy, que justamente nos tienen desaconsejado el abrazo físico,
debemos incentivarlo en otras maneras.
Esta situación puede dejarnos buenas
lecciones de futuro si comprendemos la importancia de estar unidos frente a las
adversidades. El coronavirus no actúa desde luchas de clases ni desde intereses
partidarios (y no negamos con esto que no existan y no definan en buena medida
las desigualdades sociales, las cuales el virus sí colabora en evidenciar, sino
que el momento requiere pensar por fuera de las dicotomías y las grietas
sociales que estas ahondan).
La mezquindad, concebida en sus diversas
variantes de canalladas, puede convertirse en el peor de los virus a propagar
en estas circunstancias. La combinación de la solidaridad y la unión, resultan,
por el contrario, la mejor de las pandemias que podemos poner a circular. La
verdadera vacuna contra el coronavirus es de índole ética antes que biológica. Al
final de cuentas, como siempre, la clave somos nosotros y nuestras actitudes.
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