El futuro de la democracia en América Latina
Hace casi una década, en Buenos Aires e invitado por el sociólogo y analista político argentino Gabriel Palumbo, participé como exponente en el Museo Roca de un seminario que instaba a pensar sobre el futuro de la democracia en América Latina. Tuve el gusto de compartir mesa con mi colega argentino Samuel Cabanchik (en ese entonces, Senador Nacional) y con Adolfo Zaldívar (quien por esos años era el Embajador de Chile en Argentina). El afiche de presentación de la actividad señalaba que “los procesos democráticos de América del Sur están cruzados por distintas narrativas que combinan el ejercicio memorístico reivindicativo de un pasado muchas veces ilusorio con un esfuerzo para pensar el futuro.”
Y al respecto de esas narrativas en juego, mi participación colocaba en escena un planteo que una década después -o sea, en el futuro a mediano plazo en relación a cuando fue esbozado- me parece necesario reivindicar en varios de sus puntos, particularmente en momentos en que la región se encuentra signada por conflictos, desangrada por enfrentamientos sociales y políticos.
Poco y nada hemos avanzado respecto del futuro que en mi participación se postulaba como necesario de construir. Y en algunos de nuestros países, directamente hemos ido en franco retroceso.
Los invito, entonces, a leer la parte medular de mi exposición de ese entonces (y a generar renovados espacios de debates sobre el tema):
Dos narrativas, entre el pasado y el futuro
Al embarcarnos en la tarea de análisis de las diferentes narrativas que están conviviendo, nos encontramos con una cuestión que parece haberse convertido en un lugar común de todo análisis político sobre la realidad democrática de estos últimos años en la región: la existencia de dos bloques marcadamente diferenciados. Por un lado, gobiernos que podríamos caracterizar como socialdemócratas, de perfil moderado, en donde finalmente cobran mayor importancia las instituciones que los personalismos políticos y, por otro lado, un bloque de gobiernos de corte populista, confrontativos y nacionalistas, embarcados en la denominada “revolución bolivariana”, con líderes que parecen ser más importantes que las instituciones y en donde las constituciones parecen ser un espacio de reforma y ajuste vinculado al proyecto político de ocasión.
Y, al respecto, no quiero eludir la responsabilidad de tomar parte en el asunto y asumir una clara posición sobre esta circunstancia: el futuro de la democracia en la región tiene que discurrir por canales en donde se deje de lado la nefasta práctica de sustituir el peso de las instituciones por personalismos casi omnipotentes. Hay que fortalecer los Estados de Derecho y generar prácticas de acuerdos y consensos que estén más allá de las figuras políticas rutilantes y más allá, incluso, de la partidocracia, que es otro de los déficits democráticos que aquejan a nuestros países.
Los partidos políticos son actores sustanciales, pero no así su deformación en la práctica, que es la partidocracia, o sea, el defecto de que se gobierne por, para y desde los intereses particulares de las altas esferas de los partidos políticos en el poder.
Debemos pensar en políticas de estado proyectadas a veinte o treinta años en los puntos claves de nuestras sociedades, impulsando que no estén atadas a líderes y partidos políticos eventualmente establecidos en el poder, lo cual genera que el Estado termine convertido en un simple ejecutor de las decisiones de los órganos partidarios.
A su vez, impulsar una política de concordia que pueda ir sustituyendo la práctica de obtener réditos y parcelas de poder sobre la base de impulsar constantemente la teoría del conflicto (y de que sólo una mano dura y el paternalismo político va a poder vencer el “oscuro poder que se esconde tras bambalinas”).
Hace poco el filósofo argentino Enrique Dussel dictó una charla en la Facultad de Humanidades de Montevideo, en la cual señalaba que veía en el proyecto bolivariano la verdadera emancipación latinoamericana. Y en un momento alguien del público intervino señalando “la imposición desde arriba y el afán de perpetuación en el poder” que veía en ese proyecto encabezado por Venezuela, planteando la duda sobre si no se corría el riesgo de que “termine siendo una dictadura en unos pocos años”.
Frente a la interrogante lanzada al ruedo, Dussel responde afirmativamente, señalando que efectivamente puede terminar en una dictadura, pero que hay que partir de cada situación en especial y que en Venezuela hay un punto de partida muy duro y una marcada desventaja respecto de sociedades como las de Uruguay, en donde las democracias parecen estar consolidadas y que, entonces, hay que entender que “cuando Chávez en Aló presidente los domingos se pasa 5 horas en un programa de televisión, la gente se ríe y dice que parece un artista de cine, pero el hombre está ahí realmente haciendo la tarea de un maestro de escuela, explicándole a la gente todo lo que está pasando. Es una escuela, pero una escuela casi primaria muchas veces”.
Y yo creo, a diferencia de Dussel, que precisamente esta actitud es parte del problema y no de la solución. Esa forma de infantilizar a las instituciones, a las organizaciones sociales, a los ciudadanos, dejándolos a todos bajo el ala de la figura paternalista, del gobernante devenido en Maestro iluminado, es precisamente una práctica que hay que desterrar de nuestro imaginario y quehacer político.
Ya hemos visto en nuestra región cómo a veces el maestro se efectiviza en el cargo por medio siglo y disfruta de variados privilegios, a la par que abona la prédica de colocar al ciudadano en el rol del pequeño niño que hay que guiar y cuidar porque no puede andar por sí solo, ni tiene conciencia sobre los peligros y riesgos morales del “perverso mundo” que le rodea.
El futuro es aristotélico
El futuro de la democracia en América Latina debe orientarse a la asunción de su mayoría de edad, al encarnar políticamente sus responsabilidades como sociedades adultas. Y si hemos de volver a algún punto reivindicable del pasado como proyecto saludable de futuro, tendríamos que irnos unos cuantos siglos atrás para instalarnos en la cuna del nacimiento de la filosofía occidental, regresar a la obra mayor de nuestra cultura en el terreno de la filosofía política, La Política de Aristóteles.
La idea de priorizar la consolidación de una democracia republicana por sobre otros modelos posibles de gobierno y la práctica política vinculada al desarrollo de determinadas virtudes éticas, entre las que cuenta el evitar los extremos y defender la alternancia entre las condiciones de gobernante y gobernado, sigue siendo un proyecto político radical.
Algunos entienden que la posición de Aristóteles es conservadora y que su “punto medio” como propuesta ética y política, en donde impera la búsqueda del bien común a partir del cultivo de virtudes como la moderación, la prudencia y la razón dialogante, puede ser finalmente asunto bueno para que nada cambie. Por el contrario, la experiencia política latinoamericana nos enseña que radicalizar posiciones es la manera más cómoda de plantarse en la arena política y la mejor manera de ser un conservador.
La importancia de los Estados de Derecho, el dejar de lado las viejas teorías del conflicto y los eslóganes del “todo o nada”, la apuesta por políticas públicas a largo plazo y la superación de la lógica de “la reinvención permanente de la rueda” (cada vez que llega un nuevo gobierno al poder viene dispuesto a formatear el disco duro de todo lo anterior y arrancar casi de cero para poner en práctica las nuevas verdades reveladas) son elementos cruciales para conformar el futuro que América Latina se merece.
Esto, claro, requiere terminar de desterrar las prácticas políticas de imponerse a los gritos y el romanticismo de los “héroes de clases”. Se necesita, en todo caso, otra forma de “heroísmo” y “valentía”, mucho más difícil de poner en práctica: el diálogo sereno, el respeto por las diferencias, priorizar la vía de la argumentación, de la persuasión en base a buenas ideas, praxis imprescindible de madurez democrática.
Más que el interés de clase y el conflicto permanente, necesitamos contar con ciudadanos que piensen y actúen efectivamente en función del bien comunitario. Ese el objetivo primordial: el bien común. Y es algo que no se consigue a los gritos ni desde la épica de la violencia como “partera de la historia”.
El privilegio de poseer una vida política sin mayores sobresaltos, fundada en una civilizada convivencia política, es un reto primordial para nuestra Latinoamérica.
En este presente de la región, radical es aquel que sostiene la importancia de los equilibrios y pregona la necesidad de quebrar el viejo vicio político de gobernar sin el otro. Más importante que el gobierno de un partido es el conformar un sistema de partidos que sea capaz de generar políticas de justicia social más allá de quién sea el siguiente presidente.
Por supuesto, a los que viven la política como un hincha fanático vociferando desde la tribuna del estadio de fútbol o a quienes solo conciben la política como un espacio de conflicto permanente (y ensalzan dicha visión como el único signo de capacidad “crítica”), les resulte casi intolerable tanta moderación democrática.
Hay que vacunarse contra los discursos que alientan el fanatismo y la simplificación de dividir el mundo en buenos y malos. La realidad es menos cómoda. Y la palabra consenso es un concepto de una radicalidad democrática que no pueden entender quienes entienden que lo radical es imponer bajo cualquier costo y por cualquier medio la posición propia.
Buscar consensos no es desconocer las luchas de intereses, ni los juegos de poder, ni supone ser ingenuamente neutral, sino tener madurez política como sociedad. El que ha naturalizado la neutralidad está en el otro extremo del que sólo ve poder e intereses en todos lados (sobre todo, los “perversos intereses” del otro) y ha quedado paralizado para pensar junto a los demás. Son dos caras de la misma moneda.
El ciudadano que resulta vital a la hora de construir democracias saludables es el que no está en esos extremos, es el que está en el punto medio, en donde se reconoce la presencia de los intereses y los juegos de poder, pero supera esa barrera para buscar puntos de encuentros y apreciar los mejores argumentos en busca de resoluciones colectivas a problemas en común.
Hacia una cultura de la otredad y la madurez política
Es necesario y urgente comenzar a educar en prácticas argumentativas adecuadas a las exigencias democráticas y en una educación que priorice la diferencia por sobre la igualdad, en la medida que somos iguales en la diferencia y sólo generando una cultura de la otredad estaremos en condiciones de lograr acuerdos sociales que, respetando las ideas del otro, garanticen la debida igualdad.
Debemos ponernos a resguardo de aquellos modelos de gobierno en donde lo que reina es la desigualdad por imposición de ideas de quienes ostentan el poder político o la mayoría ideológica de turno.
Proyectar un futuro de democracias latinoamericanas finalmente maduras y colaborativas entre sí, unidas en lo interno y hacia afuera para superar sus problemas de desigualdad social, supone asumir el reto de dejar de lado el uso del poder político como generador de conflictos dicotómicos estériles, incorporando una agenda de fuerte contenido social que busque superar sus problemas en términos cooperativos.
Mi apuesta es por una concepción de América Latina desde una tradición humanística que apuntale la formación y la responsabilidad de quienes conducen los países de nuestra región. El principal escollo somos nosotros mismos y el futuro sigue estando –como siempre- en nuestras propias manos. La tarea es difícil, pero no imposible. Y nos urge intentarlo.
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